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Primera persona: Pequeños actos, impacto duradero, impulsan la dignidad de las mujeres en la República Democrática Popular Lao

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Aksonethip Somvorachit habló con Noticias ONU sobre los desafíos que ha enfrentado como punto focal del personal de PEAS.

Al principio de mi carrera en la ONU, asumí la responsabilidad de servir como punto focal para la Prevención de la Explotación y el Abuso Sexual (PSEA). Actué como contacto confidencial para cualquiera que planteara una inquietud, brindándole un espacio seguro para ser escuchado y ayudándolo a acceder a asistencia, incluso cuando la acción inmediata podría parecer distante.

Al principio, me sentí orgulloso de asumir el papel. Creí que podía marcar la diferencia. Pero pronto la realidad me golpeó. Una joven colega se me acercó: ‘No quiero informar de nada. Sólo necesito que alguien me escuche.

Describió los comentarios coquetos de sus homólogos externos que su jefe había descartado como si fueran una broma. Para ella, no era una broma: la hacía sentir insegura.

Algunos compañeros de trabajo también habían comenzado a hacer comentarios a sus espaldas: «Ella sólo consiguió el trabajo por su apariencia» o «Sólo está siendo dramática para llamar la atención». Ella no estaba pidiendo una investigación; sólo necesitaba un espacio seguro para ser escuchada. Cada súplica terminaba de la misma manera: «Por favor, no se lo digas a nadie».

Sentirse disminuido

Escuché, recordando mis propias experiencias. Cuando era una joven laosiana, me había enfrentado a un trato similar por parte de mis homólogos externos: me menospreciaban, me pedían que trajera bebidas o me llamaban ‘niña’, comportamientos que me hacían sentir menospreciada.

Fue mentalmente agotador manejar mis propios desafíos sin dejar de ser profesional y defender a los demás.

Intenté guiar y ayudar siempre que fue posible. Cada revelación pesó mucho. Existían procedimientos, pero sin un fuerte respaldo interno era difícil realizar cambios significativos. Asumía la responsabilidad de atender estas inquietudes, ofreciendo asesoramiento y tranquilidad siempre que podía.

Mi dedicación nunca flaqueó, pero algunos resultados estuvieron fuera de mi control. La tensión emocional de gestionar tantas historias, mientras se esperaba que llegara el apoyo adecuado, fue intensa.

Al final renuncié, no porque dejara de preocuparme, sino porque la responsabilidad de atender a tantas personas sin herramientas prácticas para ayudar se volvió abrumadora.

Fe restaurada

Sin embargo, en medio de esa lucha, hubo casos que restauraron mi fe.

En mi primera misión oficial, estábamos solo yo, un colega de alto nivel y nuestro conductor. Estaba ansiosa e insegura. Sin embargo, me trató como a un igual: me ofreció el asiento trasero, comprobó si quería descansar y le pidió al conductor que tuviera cuidado conmigo. En la frontera, hizo cola para todos nosotros, pasaporte en mano. No tenía por qué hacerlo, pero su consideración y consideración lo decían todo.

En otra tarea, una organización colaboradora me regañó delante de otros por no llevar el bolso de mi supervisor. Me quedé helado. Mi supervisor intervino con calma: «Ella es mi colega. Puedo llevar mi propio bolso». Una línea, un acto, acabó con la falta de respeto.

Luego llegó la noche lluviosa antes de una visita al sitio. Casi todas las sillas estaban empapadas. Alguien dijo con desdén: «No es necesario que te sientes, ¿verdad?» Estaba a punto de agacharme cuando mi supervisor me guió para sentarme cerca de ella. Ese pequeño gesto me hizo sentir incluida y reconocida.

Mirando hacia atrás, estas acciones fueron más que bondad: fueron prevención en la práctica. Al estar atentos a mi dignidad, mis colegas y supervisores, sin darse cuenta, disuadieron a otros de cruzar fronteras.

ser valorado

Cuando el personal superior me presentó como un compañero, no como “su personal”, los socios externos se dieron cuenta. Fue un mensaje silencioso pero poderoso: ella es valorada; ella no debe ser disminuida.

Sin siquiera darme cuenta, estos comportamientos me ponen en menor riesgo de ser maltratado o acosado por contrapartes externas.

Estos gestos protectores no requirieron capacitación ni recursos adicionales: solo atención plena, consideración y liderazgo intencional.

El personal femenino joven a nivel nacional, en particular, puede protegerse de daños a través de estas acciones bien pensadas, medidas que cualquier supervisor puede tomar sin programas formales.

Cuando más tarde me uní a la oficina del Coordinador Residente de la ONU, sentí que era un mundo completamente diferente. Nunca me hicieron sentir «menos». Incluso el Coordinador Residente –el funcionario de mayor rango de la ONU en el país– me presentó como un colega, no como “mi personal”.

Esa distinción era profundamente importante. Nunca más escuché a nadie llamarme “pequeña, ven aquí”. Ahora es simplemente: “Hermana, ¿puedo contar con su apoyo para…?” Un gesto silencioso pero poderoso de respeto y confianza, que reemplazó el desdén que una vez soporté.

Por eso, con la confianza que encontré, me reincorporé al Grupo de Trabajo de PEA.

Pequeños actos de reconocimiento crean un efecto dominó, empoderando a otros a ponerse de pie, ser escuchados y actuar. Lo que comienza como un solo gesto puede convertirse en una cultura de dignidad, seguridad y solidaridad para todos los que nos rodean”.



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