Comunicado de www.vaticannews.va —
En una zona remota del país asiático, en la región de Davao de Oro, accesible solo en habal-habal, la típica motocicleta-taxi local, dos Siervas del Espíritu Santo han dado vida a un hogar de esperanza para familias pobres, niños sin alimento y jóvenes marcados por decisiones tempranas impuestas por la miseria.
Eleanna Guglielmi – Ciudad del Vaticano
“Hay niños que lloran de hambre. Aquí muchos deben elegir entre ir a Misa o ganar algo para comer. Entre los jóvenes es común la convivencia temprana, considerada por ellos y por sus padres una forma de reducir las bocas que alimentar: una mentalidad equivocada, pero profundamente arraigada”. Son palabras de la hermana Erlinda D. Tumulak, que junto con la hermana Ruby Eden vive en una aldea perdida entre las montañas de Compostela, rodeada de densos bosques, campos de maíz y caminos que, durante la estación de lluvias, se transforman en torrentes de barro.
Entre montañas, donde muchos aún no conocen a Dios
Purok 16-A Sitio Kilabot, en el corazón montañoso de Compostela, parece un mundo aparte. Bosques, cultivos de maíz y senderos embarrados que se vuelven casi intransitables en época de lluvias. Para llegar hasta allí hay que confiar en el HABAL HABALla motocicleta-taxi que se desliza por el fango cargando personas y sacos de arroz. En este paisaje remoto, las dos religiosas han elegido compartir la vida de la población local, donde todavía hoy “muchos no conocen verdaderamente a Dios”. El instituto, fundado en 1923 en Calabria por la madre Giuditta Martelli, lleva en el corazón de la Iglesia local su carisma: compartir el ministerio pastoral, sostener la vida parroquial, acompañar a los niños y permanecer junto a los más frágiles. Es lo que las dos religiosas tratan de encarnar cada día en este rincón apartado de Davao de Oro.
Campos de maíz vendidos por unas pocas monedas
La agricultura es la principal fuente de subsistencia, pero el sistema no favorece a los campesinos. Las cosechas son compradas por intermediarios a precios bajísimos y revendidas con márgenes triples. Tras meses de trabajo, apenas quedan unas pocas monedas. Otros sobreviven talando árboles y vendiéndolos a cambio de un puñado de arroz. Muchos habitantes pertenecen al pueblo Lumad, otros a comunidades Visayas o a la tribu Mandaya. Su identidad está entrelazada con prácticas ancestrales, pero el catolicismo sigue vivo: las fiestas y procesiones, aunque marcadas por la pobreza, mantienen encendido el deseo de Dios.
La conexión, solo los domingos en la parroquia
La misión está marcada por el aislamiento. No hay electricidad estable: la luz proviene de unos pocos paneles solares. No existe red de comunicación: los mensajes se revisan únicamente los domingos, cuando bajan a la parroquia. El agua se toma de un manantial, el hospital está lejos y en una emergencia cada minuto cuenta. También la vida eclesial se ve afectada por la distancia. La Misa diaria no es posible, y la Eucaristía se recibe solo los domingos. Muchos prefieren trabajar en lugar de participar en las celebraciones. Sin embargo, aunque lejos de la parroquia, las hermanas Erlinda y Ruby son viejo cristo para su gente, reflejo vivo de su presencia.
Una cabaña que se convierte en casa de esperanza
“Cuando llegamos, solo teníamos una kubo vacía y nada más”, recuerda la hermana Erlinda.
Una cabaña de bambú y hojas de palma, fue su primer refugio. Poco a poco, aquel abrigo precario se transformó en convento y hogar: un lugar donde cultivar hortalizas, criar gallinas y tilapias, cocinar comidas sencillas para compartir. “Ver sonreír a los niños al recibir un poco de comida nos hace meditar en los ministerios de Cristo mismo. Aquí experimentamos realmente la condición de los más pobres entre los pobres”. Cada gesto se vuelve testimonio: una visita a un enfermo, una palabra de consuelo, una comida ofrecida. Así, la casa de las dos religiosas se ha convertido para muchos en una ‘casa de esperanza’.
Del barro a la luz solar: la providencia que llega
Con el tiempo, la Providencia se ha hecho visible. Hoy la comunidad cuenta con una casa más sólida, con paneles solares y un generador, y con un estanque para la cría de peces. Algunos jóvenes han podido estudiar en Cebú gracias a la ayuda de las “Hermanas de María”, mientras las dos hermanas organizan clases de refuerzo y lecciones nocturnas para los chicos del poblado. A pesar de las dificultades económicas, su misión se alimenta de la gratitud de la gente. “Encontramos consuelo en su fe, en la alegría con que acogen incluso los pequeños dones. Nos sentimos parte de su vida, y ellos de la nuestra”.
Dios al pueblo, el pueblo a Dios
La misión de las Siervas Parroquiales del Espíritu Santo no se reduce a proyectos o levantar estructuras. “Nuestra esperanza es que la gente pueda sentir a Cristo a través de nosotras”, cuentan. Esa es la raíz que sostiene su presencia y da sentido a vivir en un pueblo aislado, entre el hambre, la pobreza y el barro. “Somos felices de estar junto a los más pobres entre los pobres”, confían. A quienes sueñan con la misión, la hermana Erlinda dirige unas palabras sencillas y a la vez radicales: “No tengáis miedo. No os preocupéis por la comida ni por el vestido: dejad que Dios obre a través de vosotros, a su modo y en su tiempo”. Entre los senderos fangosos del bosque de Compostela, una kubo solitaria se ha convertido en una casa de esperanza. Desde allí, la hermana Erlinda y la hermana Ruby Eden repiten, con las palabras de santa Teresa de Ávila, que Solo Dios basta.
Se publicó primero como Filipinas: fe y pan entre los niños hambrientos de Compostela





