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El beato Hernández, modelo de esperanza para tiempos que agitan guerras

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El sustituto de la Secretaría de Estado, Monseñor Edgar Peña Parra, habló en la Universidad Lateranense sobre la figura del beato venezolano: con su testimonio demostró que el único camino hacia la paz es destruir la enemistad, no al enemigo

El Observatorio Romano

La vida y el testimonio del beato José Gregorio Hernández Cisneros «representan un mensaje que sigue siendo actual. Nos pide que creamos que el perdón es la puerta que conduce a la reconciliación y que es necesario buscar siempre nuevas oportunidades para el diálogo, el encuentro y la superación de las diferencias». Una reflexión que es también una exhortación fue la que ofreció el arzobispo Edgar Peña Parra, sustituto de la Secretaría de Estado, en su discurso de la tarde de ayer, 26 de octubre, en el Aula Pablo VI de la Pontificia Universidad Lateranense. El prelado habló sobre el tema «El ideal de paz del Beato Doctor José Gregorio Hernández Cisneros» en el marco del encuentro organizado por el ciclo de Ciencias de la Paz de la universidad, al que asistieron, entre otros, el Cardenal Vicario para la diócesis de Roma, Angelo De Donatis, y el Arzobispo de Mérida y Administrador Apostólico de la Archidiócesis de Caracas, Cardenal Baltazar Enrique Porras Cardozo.

Al esbozar la figura del médico venezolano -nacido el 26 de octubre de 1864 y beatificado el 30 de abril de 2021- que se hizo misionero y ofreció su vida por la paz, el sustituto destacó cómo su figura se erige en modelo de esperanza y reconciliación en un momento en el que el eco de la guerra es cada vez más fuerte. Él, subrayó, «nos recuerda que para ser constructores de paz debemos estar abiertos a las necesidades de nuestro prójimo, especialmente de los más frágiles. Trabajando por la redención social de los últimos, se trabaja concretamente por la paz porque se contribuye a la construcción de una sociedad más justa y fraterna, para favorecer el advenimiento de lo que San Pablo VI llamaba la ‘civilización del amor'».

Vivir fraternalmente, reiteró el arzobispo, «es una condición existencial que todo individuo desea en lo más profundo de su corazón, aunque no siempre sea fácil experimentarla porque la condición de conflicto parece prevalecer en la experiencia humana». Sin embargo, «para el creyente de todos los tiempos, esta inclinación al dominio de la confrontación y la guerra es una actitud que contradice la esperanza cristiana». Por eso, ante los escenarios bélicos de hoy, tiene un profundo significado recordar al Beato Hernández, que ofreció su vida por el fin de la guerra en Europa. «Con su testimonio – afirmó Peña Parra – nos recuerda que no podemos trabajar por la paz con una actitud igual a la de quienes hacen las guerras; también nos muestra que el único camino para la paz es destruir la enemistad, no al enemigo. Los enemigos se destruyen con las armas, la enemistad con el diálogo y la reconciliación. No puede haber paz sin una verdadera reconciliación entre hermanos que tienen pensamientos y posiciones diferentes. La primera chispa de la paz es precisamente la reconciliación».

La entrega del médico venezolano al prójimo, dedicando su vida a la humanidad a través del arte de la medicina y de la ciencia, es el ejemplo que todo creyente debe seguir, sobre todo viendo los cimientos sobre los que se construyó: «Todos los días -recordó el arzobispo- se levantaba a las cinco y media de la mañana para asistir a la misa y comulgar, meditaba con frecuencia la Sagrada Escritura y rezaba el Rosario cada día. Y esto en la Venezuela de finales del siglo XIX, caracterizada por la inestabilidad política y la agitación social y una sociedad «fuertemente impregnada de laicismo» y poco evangelizada. Sin embargo, Hernández Cisneros no se inmutó ni un solo instante. Su espíritu, «proclive a la mística y aspirante a la vida contemplativa», como lo describió el sustituto, no se debilitó ni siquiera después de los intentos fallidos de hacerse religioso, a causa de las enfermedades que lo aquejaban: aceptó «el desafortunado obstáculo» del sufrimiento «con espíritu sereno y paz en el corazón, viendo en ello el designio de la Providencia que lo conducía de nuevo al camino de la vida secular». Se convirtió así en un «contemplativo itinerante», enseñando al cristiano de ayer y de hoy a dedicarse al prójimo, en cuyo rostro veía la imagen de Dios.

Todo creyente, amonestó Peña Parra, debe seguir el camino trazado por José Gregorio, «un laico enamorado de Cristo y testigo admirable de las bienaventuranzas evangélicas», que «contribuyó a difundir la luz del bien y el calor de la solidaridad»; debe convertirse, en esencia, en un verdadero «agente de paz», buscando «el bien del otro, el bien lleno del alma y del cuerpo».



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